José M. Esteve.
Publicado TENTI FANFANI, E. (2005) El oficio docente: vocación, trabajo y profesión en el siglo XXI. Buenos Aires: Siglo XXI
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5. Formar docentes para enfrentar los desafíos de la sociedad del conocimiento
5.1. Cuatro grandes objetivos para la formación de profesores
Los planteamientos tradicionales parten de un objetivo único en el que se concentran todos los esfuerzos de la formación inicial de profesores. Se trata de ofrecer al futuro profesor un conocimiento profundo y sólido de los contenidos de las materias científicas que posteriormente ellos van a explicar. Nada más. El resto se fía a la suposición, científicamente demostrada como falsa, de que el candidato debe tener «cualidades adecuadas para la enseñanza». Setenta años de investigación pedagógica demostraron que no existen tales cualidades, que los buenos profesores no tienen un perfil de personalidad determinado que los hace buenos profesores, sino que, por el contrario, son tan diversos entre sí respecto de sus cualidades personales como lo son los profesionales de cualquier otro sector (Esteve, 1997). Además, por muy lógico y evidente que parezca, tampoco hay una lista de cualidades específicas que permitan obtener éxito en la enseñanza.
Cuando se investigó en serio la cuestión, las diversas listas no ofrecían denominadores comunes y los supuestos rasgos de personalidad que permitirían dominar la enseñanza se difuminaban y desaparecían, dejándonos como única pista varias referencias coincidentes en la capacidad de entender y analizar las complejas situaciones sociales en las que se construye la enseñanza. La investigación nos llevó entonces a una perspectiva situacional de la formación de profesores, adoptando enfoques ecológicos que seguían los planteamientos de las ciencias de la naturaleza. En efecto, la ecología nos advierte que un sistema funciona siempre sobre la base de delicados equilibrios entre los elementos interrelacionados en dicho sistema. Por esa razón es posible que un profesor con las mismas cualidades personales, obtenga éxito en una determinada situación de enseñanza y fracase estrepitosamente en otra. Las situaciones son diferentes, como lo son los distintos sistemas que funcionan en diferentes contextos sociales o educativos. Una clase de preescolar constituye un sistema ecológico tan distinto de una clase universitaria que no cabe esperar que los recursos a poner en juego por dos profesores en uno y otro contexto hayan de tener denominadores comunes. Sin embargo, en estos dos contextos tan distintos, ambos profesores deben tener en común la capacidad para entender la situación específica en la que enseñan, para valorar la influencia de los cambiantes elementos que rigen la vida de uno y otro grupo social, y la capacidad para elegir adecuadamente los recursos que deben emplear en cada momento al orientar el aprendizaje de los alumnos. Desde esta perspectiva, la formación de profesores adopta un enfoque situacional -que constituye la base de preparación del docente para enfrentar y profesionalizar el cambio social-, en el que se considera prioritaria la capacidad para analizar distintas situaciones de interacción, y la adquisición de destrezas sociales relevantes para encauzar las complejas dinámicas sociales en diferentes grupos humanos.
Es obvio que el dominio de las materias científicas que el profesor va a enseñar constituye la base imprescindible sin la cual es imposible construir una formación de profesores sólida. Además, considero que esta formación científica no debe reducirse a los rudimentos de las ciencias, pensando que no hacen falta conocimientos extraordinariamente sólidos para enseñar luego a niños de primaria o de secundaria. Desde luego que defiendo una formación científica amplia y de nivel universitario, con una visión humanista de las ciencias, capaz de entender no sólo los conocimientos científicos básicos, sino, sobre todo, el valor humano del conocimiento que transmitimos a los estudiantes. Sin embargo, no puedo estar de acuerdo con determinados enfoques universitarios que incluyen en la formación de profesores aspectos metodológicos o planteamientos muy especializados que pueden resultar imprescindibles para el científico, pero que son irrelevantes para el futuro profesor. Considero que todo profesor de historia debe tener una formación sólida sobre la historia de las antiguas civilizaciones de Egipto, de forma tal que comprenda las aportaciones fundamentales de éstas a la historia de la humanidad, su influencia sobre otras civilizaciones y la herencia que los sistemas egipcios de organización social y sus espléndidas obras de arte nos han legado, pero me parece improcedente intentar formar profesores con cursos especializados de paleografía egipcia, escritura simbólica, epigrafía o arqueología, siguiendo la argumentación que defienden algunos profesores universitarios de que sin esas materias es imposible entender cabalmente la cultura egipcia.
Para ayudar a los futuros profesores a cumplir estas metas, es necesario organizar nuestros sistemas de formación de tal manera que consigan cubrir cuatro objetivos esenciales en los que el profesor se juega el éxito o el fracaso en la enseñanza.
5.1.1. Elaborar la propia identidad profesional
El primer objetivo consiste en elaborar la propia identidad profesional. Esto implica conseguir que el futuro docente cambie de mentalidad, desde la posición del alumno que ha sido durante todo el proceso de su propia formación, hasta ser capaz de asumir en solitario las responsabilidades en las que consiste el trabajo cotidiano en las aulas. Y aquí aparecen los primeros problemas, porque hay docentes que no entienden el verdadero sentido de su trabajo. Las dificultades suelen ser distintas para unos y otros.
Para algunos, sobre todo en la primaria, el peor problema es la idealización: se enfrentan a la enseñanza con una imagen en la que predominan los modelos idealizados sobre lo que el buen profesor «debe hacer», lo que “debe pensar» y lo que «debe evitar», pero sin aclarar en términos prácticos cómo actuar, cómo enfocar los problemas reales y cómo eludir las dificultades más comunes. Han
aprendido, mejor o peor, los contenidos de enseñanza a transmitir, pero no saben cómo organizar una clase, ni cómo ganarse el derecho a ser escuchado (González Sanmamed, 1994). Así, han aceptado en su interior, como dogma de fe, la importancia de la motivación para el aprendizaje significativo: «el buen profesor debe motivar a sus alumnos», pero nadie se ha preocupado de que aprendieran de forma práctica diez técnicas específicas de motivación. Por estos caminos, al llegar al trabajo práctico en la enseñanza, el profesor novato se encuentra con que viene más claro lo que no quiere hacer en clase que lo que va a hacer cuando no haga eso que ha decidido no repetir. Tiene un modelo de profesor ideal, pero no sabe cómo hacerlo realidad, ya que en pocos centros de formación se trabajan las destrezas sociales prácticas que le permitirían tener confianza en sí mismo. Tiene claro lo que debería hacer en clase, pero no sabe cómo hacerlo. El choque .con la realidad (Vonk, 1983; Veenman, 1984) dura dos o tres años; en ellos el profesor tiene que solucionar los problemas prácticos que implica entrar en una clase, cerrar la puerta y quedarse a solas con un grupo de alumnos. En este aprendizaje por ensayo y error, uno de los peores caminos es el de querer responder al retrato robot del profesor ideal; quienes lo intentan descubren la ansiedad de comparar, cada día, las limitaciones de una persona de carne y hueso con el fantasma etéreo de un estereotipo ideal. Desde esta perspectiva, si las cosas salen mal es porque yo no valgo, porque yo no soy capaz de dominar la clase, y, de esta forma, los profesores se ponen a sí mismos en cuestión. A veces, cortan los canales de comunicación con los compañeros que podrían ayudarles: ¿cómo reconocer ante otros que yo tengo problemas en la enseñanza, si el «buen profesor, no «debe» tener problemas en clase? Como señala Fernández cruz (1995), la identidad profesional se alcanza tras consolidar un repertorio pedagógico y tras un período de especialización, en el que el profesor tiene que volver a estudiar temas y estrategias de clase, ahora desde el punto de vista del profesor práctico, y no del estudiante que se prepara para ser docente.
Para otros profesores, el problema de la identidad profesional es mucho más grave. Como señala Corbalán:
La inmensa mayoría de los profesores de secundaria nunca tuvimos una vocación clara de educadores, al contrario de los de primaria. Estudiamos una carrera para ser otra cosa: matemático profesional, químico, físico. (1998, 73)
Algunos centros de formación del profesorado presuponen que el simple dominio de la materia permite obtener éxito enseñándola. Al parecer, nadie se ha puesto a Pensar en el problema de identidad que descoloca a nuestro profesor cuando se enfrenta a una clase repleta de estudiantes que están bastante lejos de sentir el más mínimo entusiasmo por la materia que uno debe explicar. El sentimiento de error y de autocompasión se apodera de algunos de los docentes y, a veces, perdura hasta el final de su vida profesional. Él se considera a sí mismo un académico y un investigador, un especialista universitario, ha pasado dos veranos en un archivo preparando su tesis entre documentos originales escritos en una lengua perdida que él es capaz de descifrar.
¿Por qué le obligan ahora a enseñar historia general a niños de quince años? Y, además, descubre horrorizado que los alumnos no tienen el menor interés por la historia, y que aspectos claves de su especialidad -como el apasionante tema de su tesis- se despachan con dos párrafos en la mayor parte de los libros al uso. Para colmo, los profesores de secundaria se dan cuenta de que no saben cómo organizar una clase, cómo lograr un mínimo orden que permita el trabajo, y cómo ganarse la atención de los alumnos. Aquí, el problema de perfilar una identidad profesional estable pasa por un auténtico proceso de reconversión, en el que el elemento central consiste en comprender que la esencia del trabajo del profesor es estar al servicio del aprendizaje de los alumnos. ¡Qué duro resulta comprender esto a la mayor parte de nuestros profesores de secundaria, y más aún a los de universidad! Ellos son investigadores, especialistas, químicos inorgánicos o físicos nucleares, medievalistas o geólogos, ¿por qué van ellos a rebajar sus niveles de conocimientos a la mentalidad de un grupo de adolescentes bárbaros? ¡Hay que mantener el nivel!, gritan exaltados, y ello significa, en la práctica, que dan clase para dos o tres privilegiados, mientras el resto de los alumnos van quedando descolgados. Y además, hasta el fin de sus días, vivirán la enseñanza rumiando la afrenta de que la sociedad los obligue a abandonar el Olimpo de la ciencia y la investigación para trabajar con un grupo de adolescentes. Por contra, como es más frecuente entre los docentes de primaria, algunos profesores consiguen estar a gusto en su trabajo, y descubren que eso pasa, necesariamente, por una actitud de servicio hacia los alumnos, por el reconocimiento de la ignorancia como el estado inicial previsible, por aceptar que la primera tarea es encender el deseo de saber, por aceptar que el trabajo consiste en reconvertir lo que se sabe para hacerlo accesible a un grupo de adolescentes. Hace falta un cierto sentido de humildad para aceptar que el propio trabajo consiste en estar a su servicio, en responder a sus preguntas sin humillarlos, en esperar algunas horas en la sala de profesores por si alguno quiere una explicación extra, en buscar materiales que les hagan asequible lo esenciar, y en recuperar lagunas de años anteriores para permitirles acceder a los nuevos conocimientos. Lo único verdaderamente importante son los alumnos. Ésa enorme empresa que es la educación no tiene como fin nuestro lucimiento personal; a los profesores nos pagan para transmitir la ciencia y la cultura a las nuevas generaciones, para transmitir los valores y las certezas que la humanidad ha ido recopilando con el paso del tiempo, y advertir a nuestros alumnos del alcance de nuestros grandes errores y fracasos colectivos. Esa es la tarea con la que hemos de llegar a identificarnos.
5.1.2. Dominar las técnicas básicas de comunicación e interacción en el aula.
El segundo objetivo para ganar la libertad de estar a gusto en un aula hace referencia a nuestro papel de interlocutor. Un docente es un comunicador, es un intermediario entre la ciencia y los alumnos, que necesita dominar las técnicas básicas de comunicación en el aula. Además, en la mayor parte de los casos, las situaciones de enseñanza se desarrollan en un ámbito grupal, exigiendo de los profesores un dominio de las técnicas de comunicación grupal, por tanto, ese proceso de aprendizaje inicial que ahora lamentablemente se hace por ensayo y error, implica entender que una clase funciona como un sistema de comunicación e interacción. Una buena parte de las ansiedades y los problemas de los profesores se centran en este ámbito formar de lo que se puede y lo que no se puede decir o hacer en una clase. El profesor descubre enseguida que, además de los contenidos de enseñanza, necesita encontrar unas formas adecuadas de expresión, en las que los silencios son tan importantes como las palabras, en las que el uso de una expresión castiza puede ser simpática o hundirnos en el más espantoso de los ridículos. El problema no consiste sólo en presentar correctamente los contenidos, sino también en saber escuchar, en saber preguntar y en distinguir claramente el momento en que deberlos hablar o contestar con el silencio. Para ello hay que dominar los códigos y los canales de comunicación, verbales, gestuales, de desplazamientos o audiovisuales (Esteve, 1997). Hay que saber distinguir los distintos climas que se crean en un grupo de clase con los distintos tonos de voz que el profesor puede usar, con el uso de una advertencia pública al líder de la clase, o con el simple gesto de una mirada intencionada con un guiño de complicidad. Los profesores experimentados saben qué lugar físico deben ocupar en una clase dependiendo de lo que ocurra en ella, saben interpretar las señales gestuales que emiten los alumnos para regular el ritmo de clase, y el dominio de éstas y otras habilidades de comunicación requiere el entrenamiento en destrezas sociales que no pueden asimilarse por la simple comunicación intelectual, ya que implican, además, la capacidad de reflexión sobre los usos adecuados de esas destrezas y una constante actitud de autocrítica para depurar nuestro propio estilo docente. Al final, cuando dominamos todos esos elementos y códigos de la interacción y la comunicación grupal, conseguimos ser dueños de nuestra forma de estar en clase, nos ganamos la libertad de estar a gusto en el aula, conseguimos comunicar lo que exactamente queremos decir y logramos mantener una corriente de empatía con nuestros alumnos.
5.1.3. Organizar el trabajo del aula: una disciplina mínima que permita trabajar en grupo.
El tercer objetivo a cubrir en la formación de profesores es el dominio de otro obstáculo difícil de superar, quizás el que genera en los novatos la mayor ansiedad: el problema de la disciplina. En realidad, es un problema muy unido a nuestros sentimientos de seguridad y a nuestra propia identidad como profesores. Jamás logrará superarlo quien no haya cubierto los dos objetivos anteriores, pues exige una definición muy clara del papel que vamos a desempeñar en el aula, y una definición precisa de las estrategias de interacción y comunicación que vamos a emplear.
En este tema he visto de todo: desde profesores que entran el primer día pisando fuerte, con aires de matón de barrio, porque alguien les ha dado el viejo y mal consejo de que no deben sonreír hasta Navidad, hasta profesores desprotegidos e indefensos incapaces de soportar el más mínimo conflicto personal. Entre esos dos extremos, que van desde la indefensión hasta las respuestas agresivas, el docente tiene que encontrar una forma de organizar ala clase para que trabaje con un orden productivo (en esto consiste la disciplina).Y en cuanto comienza a hacerlo, descubre que esto apenas se lo han enseñado. Se supone que el «buen profesor» debe saber organizar la clase, pero en pocas ocasiones se le ha contado al futuro docente dónde está la clave para que el grupo funcione sin conflictos. El viejo supuesto, según el cual «para enseñar una asignatura lo único realmente importante es dominar su contenido», encuentra en este campo su negación más radical. En cada curso, el profesor debe atender otras tareas distintas de las de enseñar: tiene que definir funciones, delimitar responsabilidades, discutir y negociar los sistemas de trabajo y de evaluación hasta conseguir que el grupo trabaje como tal. Y esto requiere una atención especial, ala que también hay que dedicar un cierto tiempo, hasta conseguir construir un sistema de disciplina que pueda calificarse como educativo (Esteve, 1977). El razonamiento y el diálogo son las mejores armas, junto con el convencimiento de que los alumnos no son enemigos de quienes hay que defenderse. Mi experiencia me dice que los alumnos son seres esencialmente razonables; es posible que, si uno lo permite, intenten ablandar al docente y bajar los niveles de exigencia, pero cuando la razón es la base de la propia seguridad, los alumnos saben descubrir enseguida cuáles son los límites. El respeto de los alumnos hacia el profesor no se fundamenta en su conocimiento de la materia de enseñanza, sino en sus actitudes en clase, en la percepción de su seguridad en sí mismo, en su calidad humana y en su dominio de las destrezas sociales de interacción y comunicación en el aula.
5.1.4. Adaptar los contenidos de enseñanza en el nivel de conocimientos de los alumnos
En cuarto lugar nos queda el problema de enseñar al profesor a adaptar los contenidos de enseñanza al nivel de conocimientos de los alumnos. El profesor tiene que entender que está al servicio de los alumnos, tiene que desprenderse de los estilos académicos del investigador especialista y adecuar el enfoque de la materia que explica para hacerla asequible a un grupo de clase compuesto por adolescentes que, por definición, no saben nada de los temas en los que se intenta iniciarlos. Yo también protesto por el bajo nivel con el que llegan mis alumnos a la universidad, pero protestar no sirve de nada, se tiene los alumnos que se tiene, y con ellos no hay más que dos opciones: o se los engancha en el deseo de saber o se los va dejando de lado, conforme se avanza en las explicaciones. Hay quien, en salvaguarda del nivel de enseñanza, adopta la segunda opción, pero esta actitud siempre me ha parecido el reconocimiento implícito de un fracaso, quizá porque hace tiempo que descubrí que, en cualquier asignatura, lo único verdaderamente importante es intentar ser maestro de humanidad.
Este problema se atenúa en los países que han diseñado títulos profesionales específicos de profesor de historia o profesor de química para sus futuros docentes de secundaria, ya que desde la perspectiva de un título profesional, los futuros profesores estudian los contenidos científicos pensando desde el principio en que luego tienen que enseñar las materias de estudio que están aprendiendo, lo cual les lleva a aprender no sólo la materia sino también las estrategias de presentación de dichas materias. Sin embargo, en muchos países, la formación científica de nuestros profesores de secundaria se realiza en unas facultades universitarias que no pretenden formar profesores. En esos centros universitarios predomina el modelo del investigador especialista, dando prioridad a la formación de químicos o de historiadores, sin entender que la mayor parte de sus estudiantes trabajará luego profesionalmente como profesores de química o de historia en centros de secundaria. Como resultado de este modelo, al llegar al aula, el docente debe reciclar los conocimientos especializados que ha estudiado durante años, pensando ahora no en la vida académica sino en la docencia. Y, en este punto aún hay quien sigue aceptando el supuesto erróneo de que el profesor sólo necesita un aprendizaje profundo de los contenidos de las materias, cuando en la práctica o el profesor consigue reorganizar los contenidos científicos para hacerlos accesibles a los grupos de alumnos, o su fracaso en la enseñanza es inevitable.
Por eso, Corbalán, citando al gran matemático Schoenfeld, nos advierte que: Hay una enorme diferencia entre la manera en que nosotros (los matemáticos profesionales) trabajamos las matemáticas y la manera en que la ven nuestros alumnos. El trabajo matemático es un proceso de descubrimiento vital y continuo, de alcanzar a comprender la naturaleza de objetos o sistemas matemáticos concretos. Desgraciadamente, nuestros alumnos raramente tienen la idea de que trabajar las matemáticas puede ser así. Aunque parezca raro son las víctimas de nuestro profesionalismo; debido a la cantidad de materias que tienen que aprender, les presentamos el resultado de nuestras exploraciones matemáticas de manera ordenada y coherente. Como resultado de esto pueden dominar mejor Ia materia, pero este dominio tiene funestas consecuencias…No existe la emoción de descubrir algo nuevo, sino simplemente la (pequeña) satisfacción de adquirir ciertas habilidades. (Corbalán, 1998, 73)