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El «sabor del saber» y el saber académico actual (VIII)

5 marzo 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063

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Conclusiones

Los datos, argumentos y reflexiones precedentes nos conducen hacia las siguientes conclusiones:

 

  • Hoy, como siempre, los seres humanos deseamos la sabiduría. El hambre o deseo de saber fue y es una necesidad intrínseca de los humanos para dominar más y mejor la naturaleza, asegurar la supervivencia, organizar la sociedad, ser más él mismo…

 

  • Sin embargo, la situación actual, a tenor de las investigaciones consultadas, manifiesta que, para muchos alumnos, el saber académico ha perdido su sabor, al no dar respuesta adecuada a sus necesidades y aspiraciones. Ello ocasiona con cierta frecuencia absentismos, fracasos escolares, violencias, controles e imposiciones, etc.

 

  • Tales imposiciones contrastan con la etimología de los vocablos «filosofía», «sabiduría» y «escuela», así como los orígenes del saber, que expresan una estrecha vinculación entre saber y sabor, tanto en su adquisición como posesión.  La admiración, la pregunta, el problema…, fueron situaciones generadoras de curiosidad y, por tanto, medios adecuados para huir de la ceguera de la ignorancia. Las circunstancias actuales demandan nuevas investigaciones sobre la enseñanza-aprendizaje impartida en nuestros centros docentes orientada a recuperar la pasión por la sabiduría.

 

  • Creemos en la posibilidad de recuperar el «sabor del saber» si nuestras escuelas y universidades poseen la preparación suficiente para dar respuesta acertada a los interrogantes fundamentales de la vida, preparan adecuadamente para un futuro profesional, se valora el esfuerzo como medio para alcanzar lo que se desea como valioso y, sobre todo, el saber adquirido genera una permanente insatisfacción orientada hacia una constante superación personal.

 

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Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063 Gervilla Castillo, E. EL «SABOR DEL SABER» Y EL SABER ACADÉMICO ACTUAL 1062

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El «sabor del saber» y el saber académico actual (VII)

4 marzo 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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¿Es posible recuperar el sabor del saber?

Ante la situación actual, urge realizar un análisis de los hechos y causas que han conducido a la filosofía y al saber académico en general a esta situación, cuando menos, insípida. La famosa frase de Ortega y Gasset «Yo soy yo y mi circunstancia y si no salvo a ella no me salvo yo» (1964, p. 322), adquiere todo su vigor, antes y ahora. Los múltiples aspectos configuradores del contexto material y social son fuertes condicionantes del desarrollo humano. Es necesario salvar las circunstancias para salvar la persona.

 

Si en la antigüedad podían buscar la sabiduría sólo quienes se encontraban liberados de las necesidades materiales, liberándose así también de la ceguera de la ignorancia, hoy, buena parte de los alumnos acuden a nuestras Universidades para poder satisfacer las necesidades básicas humanas, para poder desempeñar una profesión, ocupando un puesto de trabajo en nuestra sociedad. Esto es importante tenerlo en cuenta para interpretar la situación actual.

 

A nuestro entender, la sabiduría hoy podría recuperar, al menos para muchos, su grato sabor en los centros institucionales si éstos saben orientar sus enseñanzas hacia los aspectos fundamentales de la persona: saber ser y saber hacer.

 

  • Los centros docentes han de dar, y además saber dar, respuesta a las preguntas y problemas fundamentales de la vida. El sentido de la existencia, que todo ser humano necesita para vivir en cuanto humano, es un tema, y también problema, ineludible que no siempre admite negación, ni demora. Aprender la ser, la atención a la construcción personal, o lo que es lo mismo, la realización personal goza de una importancia tal que –para E. Fromm– no puede ser suplantada por ninguna otra considerada mejor:

 

El desarrollo y la realización individual constituyen un fin que no debe ser nunca subordinado a propósitos a los que se atribuyen una dignidad mayor (1995, p. 309).

 

Y si la escuela no da respuesta a tales preguntas, o no las da adecuadamente[1], es necesaria su búsqueda fuera de ella, en otras personas e instituciones. Y si ello fuese así, la escuela negaría o carecería de su principal finalidad: la construcción humana (educación), convirtiéndose en centros transmisores de saberes, frecuentemente inertes, y en consecuencia impositivos, al carecer de la fuerza vital para la orientación y transformación personal.

 

La solución no radica sólo en aumentar la escolaridad obligatoria de 14 a 16 años, por cuanto si con ello se ofrece más de lo mismo, las consecuencias pueden ser más negativas que positivas. Incrementar el tiempo del saber escolar puede conducirnos lo mismo a un mayor amor que a un mayor odio al mismo. A veces, la imposición, como el amor obligado, provoca más rechazo que adhesión.

 

El sistema educativo, además, debe dar respuesta al futuro profesional de los jóvenes, por cuanto el saber hoy es, para muchos, un medio para el hacer. Uno y otro, aprender a ser y aprender a hacer, son dos dimensiones inseparables de un mismo ser, que necesita de la sabiduría para llegar a ser lo que es por naturaleza.

 

Ambos aprendizajes, sin embargo, se ven disociados (vocación y profesión) en

aquellas situaciones en las que el sujeto se ve obligado a estudiar no lo que quiere, sino lo que puede. La economía familiar, la masificación, y, sobre todo, los límites de acceso a las distintas especialidades son condicionantes del saber. En múltiples universidades españolas la existencia de numerus clausus obliga a un colectivo de alumnos a cursar lo que no desea en primera opción, a tenor de la nota alcanzada en la selectividad. Tal obligatoriedad, además de restar interés al saber, orienta al alumno a un hacer no acorde con su ser, así como a desempeñar, en el futuro, una labor desagradable.

 

De este modo, se obliga al alumno a estudiar lo que no desea para desempeñar un trabajo que no le agrada. Ello es más grave aún en el caso de los educadores por cuanto el ser y el hacer es objeto de transmisión.

 

A ello hemos de sumar las clases particulares y el funcionamiento de tantas academias a las que el alumno acude para aprender lo que no le ofrece satisfactoriamente la universidad. La existencia hoy de tantos postgrados (master y experto) puede ser la ampliación y profundización de los contenidos universitarios, o también el intento de subsanar la ineficacia de éstos.

 

  • El medio para hacer realidad el deseo de ser y el deseo de saber-hacer es frecuentemente el esfuerzo, que nos hace superar las dificultades y posibles obstáculos más aún en la actualidad en la que el progreso científico y tecnológico nos ha deparado toda clase de bienestar eliminando todo esfuerzo, y placer y el amor no siempre son coincidentes (Gervilla, 2003, pp. 97-114). El amor a la sabiduría, como todo amor, exige, a veces, esfuerzo, sacrificio y superación. Nos esforzamos por algo valioso, que merece la pena, mostrando resistencia o venciendo obstáculos, pues no siempre coincide el bien con lo que me gusta. La vida de todo ser humano es, así, una batalla entre placer y deber, entre el bien y el mal, o entre lo que vale y lo que más vale, de la cual no es posible huir, sino vencer o ser vencido. El esfuerzo, siempre como medio, es un valor decisivo en esta superación, y sin embargo, nada vigente en muchos jóvenes como afirma Javier Elzo:

 

Los jóvenes españoles de finales de los noventa invierten afectiva y racionalmente en valores finalistas, tales como el pacifismo, tolerancia, ecología, etc., y sin embargo presentan grandes fallos en valores instrumentales sin los cuales es imposible su consecución. Me refiero a los déficit que los jóvenes presentan en valores tales como el esfuerzo, la auto responsabilidad, la abnegación, el trabajo bien hecho, etc. sin los cuales es imposible su consecución (1998, p. 12).

 

Actualmente goza de más popularidad y valor el dinero que se posee, fruto de la lotería, que el ganado con el esfuerzo del trabajo; la fortuna adquirida por herencia que aquélla lograda tras años de ejercicio profesional; el aprobado conseguido «por suerte», que el alcanzado tras un largo período de estudio…

 

La expresión, acuñada hace pocos años, de la «cultura del pelotazo» se refiere a la habilidad de conseguirlo todo en el mínimo tiempo y con el mínimo esfuerzo posible. Como sostiene Victoria Camps:

 

A finales del siglo XX la ostentación y el lujo no están mal vistos. El profesional exitoso no tiene nada de ascético, la capacidad de multiplicar el dinero en el menor tiempo posible es la medida del éxito profesional. La valía del hombre y la mujer, en buena parte, se manifiestan en su poder adquisitivo. El tener es la medida del ser. La prosperidad, la opulencia, la abundancia, el comprar muchas cosas y cambiarlas a menudo son las medidas del valor social (1998, p. 74).

 

Y sin embargo afirmamos, con toda razón, que la educación es «curriculum», una carrera ilusionante en la cual el «sudor» y el esfuerzo es imprescindible para llegar a la meta.

 

  • Y todo ello desde la base de una permanente insatisfacción que ha de generar la enseñanza-aprendizaje impartida en nuestros centros educativos, pues el ser humano, por naturaleza, es siempre un ser insatisfecho, positivamente insatisfecho. Nunca se encuentra totalmente contento con su ser, su hacer o su tener, de aquí el hambre de superación, la necesidad de crítica, y hasta de rebeldía, ante un deber-ser inexistente. La insatisfacción es vida y esperanza de lo que todavía no hay, deseo de utopías y valores, pues privados de esperanza, ya no hay ninguna razón para luchar por algo nuevo; se acepta sin discusión la situación actual. La esperanza es, pues, una necesidad fundamental de las personas, es como el oxígeno de la humanidad[2].

 

Los satisfechos no desean nada nuevo, no quieren cambiar el mundo, no prestan interés por una salvación futura. El presente les satisface y basta. Quienes no admiten valores carecen de esperanza, ha muerto su ilusión, y, en consecuencia, tienen que cargar con la insatisfacción adormecida a base de múltiples cosas banales. A tal insatisfacción se le puede adormecer y distraer, pero no saciar con el progreso y el consumismo.

 

Nos interrogamos si las enseñanzas de nuestro sistema educativo generan la insatisfacción necesaria para seguir aprendiendo, o por el contrario, adormecen a sus destinatarios, matando todo deseo e ilusión. Si la educación no genera sensación de avidez, de tensión, tendríamos que sentenciar con el profesor Fullat: «Malditas sean las educaciones que satisfacen» (1998, p. 14).

 

El profesor, en esta positiva tensión, debe despertar deseos, aunque no pueda satisfacerlos. Deseo de saber, sin duda; más aún deseo de ver, de mirar, de preguntarse, de quedarse perplejo, de moverse en un mundo mágico que el joven casi siempre desconoce y que el profesor descubre, entreabriendo una puerta, quizás sin atreverse a franquearla él mismo. Contagiar el pensamiento pensando ante los estudiantes y con ellos (hoy se acentúa más esto segundo que lo primero…) es la función primordial del profesor, la única que justifica su existencia. Si no, ¿para qué? Hay libros y ensayos y artículos y mapas y bancos de datos. Todo está mejor y más completo en ellos. Lo que no está es el entusiasmo, el gusto por las cosas (Marías, 1983, p. 14).

 

Hemos de recuperar la imagen del profesor-autoridad[3]auctoritas, no potestas– prestigio en el ser, saber y hacer.Y el prestigio no se impone, sino que se desea y se busca, porque nos ayuda a crecer como personas, dando solución a nuestros interrogantes y problemas. Por eso, se busca el prestigio del médico ante la enfermedad, del abogado ante el problema jurídico, del arquitecto ante la obra a realizar, o del profesor ante la ignorancia vital y la formación humana.


[1] Véase Cuadros II y III.

[2] La esperanza es el presentimiento de que la imaginación es más real y la realidad menos real de lo que aparece. Es la sensación de que la última palabra no es para la realidad de los hechos que, a veces, oprimen y reprimen.

[3] Autoridad y poder no son dos términos sinónimos hoy, ni lo fueron en sus orígenes, pues la autoridad –«auctoritas»-, en su acepción más primitiva, era una prerrogativa de los ancianos –«senes»-, del senado romano, quien sin embargo, no poseía el poder –«potestas»-. Su única fuerza era moral o conciliar, dado el reconocimiento de una mayor experiencia y, por tanto, competencia en los diversos asuntos de la «res pública».

El «sabor del saber» y el saber académico actual (VI)

3 marzo 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

[1] Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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Carencia de la sabiduría: la ignorancia

La ignorancia ha sido siempre un mal a rechazar, un no-saber dolorido por falta de lo necesario.

 ¿Por qué al hombre –se preguntó Ortega y Gasset– le duele la ignorancia, como le duele un miembro que nunca hubiese tenido? (1964, p.78).

 Los humanos hemos rechazado la ignorancia, cual ceguera, que impide el desarrollo humano en todos sus órdenes o dimensiones. El refrán popular es significativo al respecto: «El que no sabe es como el que no ve». De aquí, pues, la similitud y frecuentes comparaciones de la ignorancia con la ceguera, las tinieblas o la oscuridad…; a diferencia de la sabiduría identificada con la luz, sea ésta luz natural, intelectual, del alma, de la razón, del conocimiento, etc. O como diría Nicolás de Cusa: «La precisión de la verdad luce incomprensiblemente en las tinieblas de nuestra ignorancia» (1964,p. 26).

 Pero no toda ignorancia ocasiona igual dolor o el mismo grado de ceguera. Urge, pues, liberarse sobre todo, y en un primer momento, de la ignorancia de la sensación, de la experiencia vital. El resto son ignorancias que duelen menos, al menos no son tan urgentes para sobrevivir. Aunque la urgencia en nada anula la dignidad; al contrario, la urgencia conduce a la necesidad, pero no a la dignidad. Las ignorancias que afectan a la supervivencia o necesidades básicas duelen más y su liberación se presenta con una urgencia extrema, cual es el caso de la enfermedad, del hambre o de la miseria… Todo aquello relacionado con el cuerpo en cuanto «animal», pero un animal singular adjetivado como «animal racional», «político», «simbólico», «religioso», «que ríe», «que habla», «interrogante» (Gervilla, 2000, pp. 11-12). Un animal, en expresión de Zubiri, «que transciende su propia animalidad» (1986, p. 95). De aquí que la liberación de la ignorancia corporal, siendo necesaria e incluso urgente, no sea suficiente. La posibilidad de trascender la animalidad, sitúa al hombre en la necesidad de liberarse de otras ignorancias o cegueras que le impiden ser más humano: aprender a ser, ser mejor. Y quien dice «mejor» dice valor[1].

 Así, este saber –estrechamente relacionado con la cultura, la alfabetización, el poder, la ciencia, el bienestar– es, pues, una liberación, pues la ignorancia es el alimento de la esclavitud y cuanto más bajo es el nivel de formación de las personas menos podrán ejercer sus derechos y más fácilmente serán víctimas de quienes deseen oprimirlas.

 El permanente interés por la creación de escuelas y universidades, como lugares y centros de humanización, a través de la historia, manifiesta el consenso generalizado de la necesidad de la sabiduría, para liberar al ser humano de toda clase de esclavitudes. Saber es poder, saber es liberación, saber es humanización. La lucha contra el analfabetismo es, por tanto, una batalla contra la ceguera y la esclavitud humana.

 Entre otros, es obligado, en este sentido, la referencia a la figura del brasileño Paulo Freire, cuya pedagogía, dentro del marco del analfabetismo, el subdesarrollo y la dependencia, se elabora en torno a la educación liberadora orientada hacia la humanización mediante el proceso de concienciación. La educación como práctica de la libertad o la Pedagogía del oprimido, son obras significativas al respecto[2].

[1] Aprender es liberarse de la ignorancia, de la duda, de la ceguera, de la incompetencia para alcanzar algo mejor: ser mejor.Y quien dice «mejor» dice valor (Reboul, 1999, p. 11)

[2] Alfabetizar es concienciar. La conciencia es esa misteriosa y contradictoria capacidad que tiene el hombre de distanciarse de las cosas para hacerlas presentes.Alfabetizarse no es aprender a repetir palabras, sino a decir su palabra, creadora de cultura. La alfabetización es conciencia reflexiva de la cultura, reconstrucción crítica del mundo humano, apertura de nuevos caminos.Aprender a leer es aprender a decir su palabra.Y la palabra humana imita a la palabra divina: es creadora. Aprender a decir su palabra es toda la pedagogía, y también toda la antropología (Freire, 1975, pp. 23-24).

El «sabor del saber» y el saber académico actual (V)

28 febrero 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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El deseo de saber. La pregunta y el problema

Este deseo de saber ha generado en los humanos la formulación de preguntas como medio de alcanzar la sabiduría, por cuanto preguntar es desear, y desear es carecer de algo, tender hacia lo otro como hacia lo que le falta a uno mismo. Por eso, el ser humano, eterno preguntón, es un ser que pregunta y se pregunta. El interrogante se convierte así en la característica intrínseca y definitiva de esta parte de la naturaleza que ha creado la cultura y, al crearla, ha potenciado la misma naturaleza.

 Preguntar es abrir horizontes por medio de la pregunta, es el resultado de la admiración. Preguntar implica siempre un distanciamiento, alejarse en el espacio a fin de poder introducir la perplejidad que motiva el juicio crítico.  Preguntar supone ganar distancia, desligarse de la atadura de la experiencia sensitiva y poder contemplarla desde un horizonte diferente: el horizonte de la conciencia. Tan sólo el hombre es capaz de llegar a este estado, nada cómodo y no siempre útil, pues sólo el ser humano es capaz de suspender toda acción directa hacia su entorno para reflexionar sobre sí mismo.

 El hecho de preguntar es ya un saber, un saber ignorado, pero saber que, desde la ignorancia, demanda una respuesta, aunque no siempre la pregunta haya logrado una respuesta eficaz[1]. La eficacia, sin embargo, en nada mengua su valor. De aquí que la pregunta haya sido y sea un momento importante para lograr la sabiduría. Una respuesta sin pregunta, al igual que una solución sin problema[2], no es verdadero saber, o al menos, no un saber acorde con la curiosidad de la naturaleza humana. Nuestra vida es una permanente pregunta-respuesta, un dinamismo problemático entre necesitar-tener, buscar-hallar, conocido-por conocer, desear-satisfacer…Y es algo tan natural como nuestra experiencia diaria que nunca deja de preguntarnos, convirtiéndose las respuestas, cuando las hay, en sucesivas preguntas. De este modo, bajo la estructura pregunta-respuesta se encuentra la realidad de vivir: una permanente búsqueda desde algo que ya se posee. Por eso es posible la precomprensión de algo todavía desconocido: porque la «unidad de conocimiento», la clave de comprensión de todo posible saber, es algo ya poseído. Ni desde la total comprensión, ni desde la ignorancia completa es posible el progreso del saber[3].

 Sócrates nos enseñó que sólo es sabio quien sabe que no lo es, porque es consciente de su ignorancia, de lo poco que sabe y de lo mucho que le queda por saber. Con su hábil método, fue un gran maestro en la adquisición de la sabiduría, pues mediante hábiles preguntas conducía a su interlocutor al descubrimiento de la verdad que ya posee en su interior. Lo importante es hacer perder al oyente su tranquilidad, ponerle en desacuerdo consigo mismo, sacar a la luz. Este método interrogativo o socrático, es, además de un método didáctico, un método heurístico, de investigación y descubrimiento de la verdad. El maestro presenta el objeto, sugiere ideas, demanda la colaboración del alumno en la producción del saber, dirige, mediante sucesivas preguntas, observaciones, comparaciones, sistematizaciones para alcanzar el conocimiento. Para ello, el diálogo puede orientarse en dos sentidos o formas: la ironía (fingir que no saber de lo que se está hablando, para convencer al interlocutor de su ignorancia) y la mayéutica (partiendo de lo conocido llega a descubrir la verdad: definiciones y conceptos generales). Él mismo compara su enseñanza al arte de las parteras, ya que consiste en dar a luz los conocimientos que se forman en la mente de sus discípulos.

 Yo tengo en común con las parteras, el ser estéril en sabiduría; y lo que desde hace muchos años me reprochan, justamente, es que interrogo a los demás pero nunca respondo de mí, por no tener pensamiento sabio alguno que exponer (Teeteto, 150c).

 El problema, al igual que la pregunta, conlleva siempre algo conocido y algo por conocer, por lo que suele tener, explícita o implícitamente, la forma de pregunta, aunque no toda pregunta es necesariamente un problema[4]. Se trata de un modo de conocer propio –en expresión de Ortega- de «la bestia divina, siempre cargada de problemas» (1964, p. 358), pues el pensamiento actúa frecuentemente mediante problemas, y para que haya un problema tiene que haber datos. Si no nos es dado algo, no se nos ocurriría pensar en ello o sobre ello; y si nos fuese dado todo tampoco tendríamos por qué pensar. El problema supone una situación intermedia: algo dado y que lo dado sea incompleto. Esto es conciencia del problema. Es saber que no sabemos bastante, es saber que ignoramos.

 El problema, en sí mismo y al margen de su solución, es algo valioso, por cuanto es también un saber ignorado y deseado. Refiriéndose a la filosofía, escribió Bertrand Russell que ésta debe ser estudiada no por las respuestas concretas a los problemas que plantea, sino más bien por el valor de los problemas mismos; porque estos problemas amplían nuestra concepción de lo posible, enriquecen nuestra imaginación intelectual y disminuyen la seguridad dogmática que cierra el espíritu a la investigación; pero ante todo, porque por la grandeza del Universo que la filosofía contempla, el espíritu se hace a su vez grande y llega a ser capaz de la unión con el universo que constituye su supremo bien (1972, pp. 134-135).

 Pregunta y problema, pues, poseen en común el deseo de saber –saber ignorado– origen y medio privilegiado para alcanzar la sabiduría y, en consecuencia, huir de la ignorancia.

[1] El profesor Fullat señala el doble resultado o respuesta a los interrogantes humanos: Preguntas del ser humano que han obtenido respuestas con éxito: cuál es el microbio causante de la rabia o la construcción de puentes; otras, en cambio, no ha recibido respuesta definitiva después de siglos de historia del pensamiento, como por ejemplo qué es el bien. La razón humana, pues, actúa doblemente: con eficacia –solucionando problemas concretos– cual es el discurso científico-tecnológico; y de manera ineficaz –cuestiones que no resuelven problemas concretos de la vida humana,pero que no por eso dejan de ser igualmente importantes, como la belleza o la justicia que no han recibido una respuesta definitiva– son los discursos de tipo filosófico y crítico (Fullat, 1988, pp. 27-28).

[2] Problema apunta a su origen griego.pro: delante y ballo: arrojar o lanzar. Proballo = lanzo, propongo, doy la señal…Problema fue un saliente, un promontorio, y también una tarea, una cuestión siempre propuesta (Fullat, 1992, p. 23).

[3] Jeanne Delhomme acertadamente, hace tiempo, afirmó que el pensamiento interrogativo surge como consecuencia de la superación de dos actitudes insuficientes y opuestas entre sí: «la atención a la vida» y el «sueño», es decir, la pura presencia y la simple ausencia. La interrogación incluye ambos opuestos y a la vez los integra. Dentro de su ámbito se da, o puede darse, el saber (Delhome, 1984, p. 56).

[4] Según Aristóteles, «problema es un procedimiento dialéctico que tiende a la elección o rechazo, o también a la verdad y al conocimiento» (Top., I, 11, 104 b).

El «sabor del saber» y el saber académico actual (IV)

27 febrero 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

El sabor del saber en la antigüedad.

«Sophía», «Sapientia», «Philo-Sophía

La etimología del vocablo sabiduría, así como los primeros significados del  mismo, manifiestan esta necesidad humana de saber y, sobre todo –y ello es bastante ilustrativo–, el agrado y placer en su adquisición y posesión.

 El término griego sophía, traducido usualmente por sabiduría, significó, en los comienzos, lo mismo la habilidad para realizar una determinada tarea, que la  inteligencia o el arte para tomar una decisión. Homero, en la Ilíada (1980, p. 297) hizo uso de este vocablo para designar la habilidad del carpintero que construye un barco. Sabio, sobre todo en el período helenístico, fue la persona quien, por unir el conocimiento teórico y práctico, posee una actitud de moderación y prudencia, en quien el saber y la virtud son una misma cosa. El libro de los Proverbios (3,13-15), escrito en el siglo V a. C., exalta la sabiduría, como síntesis y fuente de todos los valores, cuya posesión es muy superior a los bienes materiales: Dichoso el hombre que ha encontrado la sabiduría y el hombre que alcanza la prudencia; más vale su ganancia que la plata, su renta es mayor que la del oro. Más preciosa es que las perlas, nada de lo que amas se le iguala.

 En este sentido de importancia, e incluso de excelencia vital, es altamente significativo la traducción de la voz griega sophía a su correspondiente latina sapientia (sabiduría, ciencia, prudencia, filosofía…), cuya raíz, del verbo latino sapere, significa «tener tal o cual sabor», «ejercer el sentido del gusto», «tener gusto», y curiosamente también, «tener inteligencia». Se refiere al sentido del gusto y figuradamente se emplea también en un sentido intelectual: «tener juicio», «entender algo» (Corominas-Pascual, p. 111).

 Una misma raíz «sap» se encuentra presente y, en consecuencia, aportando este mismos significado, en el verbo sapio: tener sabor, en el sustantivo saporris: gusto,  sabor, y el los adjetivos saporatus-a-um: sabroso, sazonado, y saporus-a-um: sabroso.

 Esta misma raíz latina se encuentra, como constata el Diccionario de la Real Academia Española de la Lengua, en los vocablos sabor (sap-or/oris) y saber (sapere), otorgándole a este verbo los significados de conocer, saber, ser sagaz o advertido… y también, tener gusto o sabor. En todo caso, pues, encierra en sí la idea de gustar y saborear, lo mismo en el sentido teórico que práctico.

 * Sapio: tener sabor

SABER (Sapere) → «Sap» * Saporus // Saporatus: sabroso

 * Sapor/ris: gusto, sabor

La vinculación, por tanto, entre saber y sabor, atendiendo a la etimología, es inseparable y altamente significativo. En expresión de Santo Tomás: Discitur sapientia, sicut sapida scientia (se habla de la sabiduría como de una ciencia sabrosa). Se trata para él de un saber especulativo, como la ciencia, pero que tiene una repercusión afectiva, un especial gusto o sabor, es literalmente «un saber con sabor», o también una ciencia sabrosa (García López, 1974). Sabiduría es, pues, acorde con la etimología latina, lo mismo el saber del carpintero, artesano o navegante, expertos en su técnica, que el saber especulativo o teórico, con la connotación de sabor, agrado o placer.

Es también altamente ilustrativo que el lugar o espacio en el que se enseña y aprende la sabiduría, la escuela, esté teñido, en su etimología, de este mismo significado placentero y sabroso. En efecto, el significado del vocablo escuela tiene su antecedente inmediato en el vocablo latino schola, derivado a su vez del griego scholé.

 Scholé Schola Escuela

Esta palabra –Scholé– en su origen griego significó ocio, distracción, descanso.

Recordemos, al respecto, que el ocio culto -scholé- era, en la estructura de la sociedad griega, una situación de privilegio que gozaban sólo quienes podían dedicarse al ejercicio del pensamiento y al saber cultural por tener cubiertas las necesidades básicas inmediatas. El énfasis en este sentido fue tal que, con frecuencia, los latinos utilizaron la palabra ludus (juego) para referirse a la escuela. Así Cicerón y Marcial emplearon el vocablo ludumagister para referirse al maestro de escuela (VV. AA., 1981, p. 180). Platón, en las Leyes, habla de la matemática como pasatiempo[1]. Posteriormente, la voz latina schola reunirá varias acepciones, sin perder su significado originario: ocio consagrado al estudio, lugar donde se enseña y aprende, y, a la vez, de doctrina que se enseña y aprende. Este último sentido de enseñanza-aprendizaje, así como el lugar físico o edificio de la enseñanza será el que posteriormente predomine en la palabra latina schola (escuela).

Especialmente significativo es la etimología del vocablo filosofía que nos remite, junto al sentido de sabor agradable, a un amor apasionado. Un saber, que al igual que el amor, siempre está hambriento, es sabroso, agradable, a veces esforzado, y siempre gratificante.

La voz griega philo-sophía, término compuesto del verbo philéo (amar, aspirar, desear) y el sustantivo sophía (sabiduría teórica o práctica), significó en sus orígenes amor o tendencia a la sabiduría, o el amante de la sabiduría. La actividad más excelente de quienes entonces tenían el privilegio y placer de poder practicarla. Así, Pitágoras, con prestigio y orgullo, habiendo sido interrogado acerca de su oficio, respondió que no sabía ningún arte, sino que era simplemente filósofo; y comparando la vida humana a las fiestas olímpicas, a las que unos concurrían por el negocio, otros para participar en los juegos, y los menos, por el puro placer de ver el espectáculo, venía a concluir que sólo éstos eran los filósofos. Estos testimonios, entre otros muchos, ponen al descubierto la antigua vinculación entre la sabiduría y el amor.

 El famoso texto de Platón, en el Banquete (201e-205ª), es un argumento privilegiado de esta vinculación sabiduría-amor que sólo es posible en los humanos, pues ni los dioses ni las bestias pueden filosofar. Y como todo amor, el saber es apasionado, ingenioso, bello y necesitado. Eros (el amor)[2], es un daimon, un ser intermedio entre dioses y hombres. Por su genealogía se halla en una situación parecida a la que tiene el hombre respecto al conocimiento, situado entre la ignorancia y la sabiduría, pues sólo desea saber quien no es absolutamente ignorante, ni totalmente sabio, pues la ignorancia total del animal ignora la existencia de la sabiduría misma, y la posesión total de los dioses hace desaparecer todo deseo. El filósofo es un metaxy, un intermedio entre el sabio y el ignorante, pues sólo el filósofo –al igual que el pobre o el enamorado– está siempre en camino, en una permanente búsqueda, siempre inacabada de la verdad, pues el verdadero filósofo, como advirtió Platón, es el que gusta de contemplar la verdad. Tal «contemplación», sin embargo, no es sinónimo de «posesión», pues todo filosofar es «carencia» y quien alcanza la verdad deja de desearla y, por lo mismo de filosofar. Sócrates, con su famosa sentencia «sólo sé que no sé nada», expresaba irónicamente una permanente búsqueda del saber. Posteriormente Nicolás de Cusa, de modo similar, haría con su docta ignorantia un rechazo a los falsos saberes y un estado de apertura al conocimiento: más que una posesión, la ignorancia es una disposición. La filosofía es así, en expresión de Nicolás de Cusa, una docta ignorantia, una actividad intelectual que, por su mismo razonamiento, reconoce sus límites

 Este reconocimiento es ya un acercamiento a la verdad, pues «cuanto más profundamente doctos seamos en esta ignorancia, tanto más nos acercaremos a la verdad» (Cusa, 1984, p. 26). El saber, sciere, es, en este sentido, ignorar (ignorare) pues el saber empieza cuando el intelecto aspira a buscar la verdad según el deseo innato que en él reside y la aprehende mediante un abrazo amoroso: amoroso amplexu.

 El deseo es, pues, la conexión esencial entre vida y filosofía. Filosofamos por lo mismo que deseamos, y deseamos porque estamos vivos, y la vida es un inextinguible apetito de libertad, un incremento a más vida. Con toda razón afirma Lyotard al respecto: «La respuesta a ¿por qué filosofar? se halla en la pregunta insoslayable ¿por qué desear?»(1989, p. 98).

 Este deseo, al igual que la insatisfacción, adquiere múltiples sentidos en la vida humana, pues, como ya observó Aristóteles, (Metafísica, Lib. I, 1 y 2) unos buscan el saber en vista a alguna utilidad y resultados que les comporta, y otros buscan el saber por sí mismo, sin utilidad alguna. La filosofía es un ansia de saber desinteresado, sin utilidad ni productividad alguna, sin urgencia inmediata, pues su finalidad es el saber mismo. Su «inutilidad » instrumental se torna validez humanizante y liberadora[3], por lo que «todas las ciencias son más necesarias que ésta; pero mejor, ninguna» (Metafísica, 983a)

[1] Aprendan jugando y con placer» (Libro VII, 819e).

[2] El amor se expresa en griego con tres vocablos: éros, philía, ágape.Éros es un deseo de lo que no se tiene y echa de menos, un afán primordialmente de belleza. Philía es una especie de amistad, de cuidado y trato frecuente; raíz de la palabra filosofía. Ágape era una especie de «dilectio», de estimación y amor recíproco (caritas) (Marías, 1984, p. 56).

[3] «Pues esta disciplina comenzó a buscarse cuando ya existían casi todas las cosas necesarias y las relativas al descanso y al ornamento de la vida. Es, pues, evidente, que no la buscamos por ninguna otra utilidad, sino que, así como llamamos hombre libre al que es para sí miso y no para otro, así consideramos a esta como la única ciencia libre, pues esta es sólo para sí misma (…) aunque es indigno de un varón no buscar la ciencia a él proporcionada» (Aristóteles, Metafísica, 982b).

 

El «sabor del saber» y el saber académico actual (III)

26 febrero 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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Urgencia de saber. Saber vivir

El hambre o deseo de saber fue y es una necesidad sentida desde que el ser humano llegó a ser humano, para así dominar más y mejor la naturaleza, asegurar la supervivencia, lograr una mayor calidad de vida, ser más él mismo, organizar con eficacia la sociedad, y, en definitiva, lograr al máximo las posibilidades de su ser y de su hacer: saber vivir y saber convivir. Como ya escribió Ortega y Gasset: Vivir en su raíz y entrañas mismas consiste en un saberse y comprenderse, en un advertirse y advertir lo que nos rodea, en un ser transparente a sí mismo (1964, p. 415).

Este impulso o deseo de saber se concreta y multiplica en múltiples saberes: saber definir, saber distinguir, saber qué, saber por qué, saber mostrar y demostrar algo, razonar o argumentar, saber el principio de las cosas, etc.Así, unos saberes se dirigen dinámicamente hacia el mundo sensible de la apariencia –doxa–, otros hacia la verdadera realidades –nous–; unos son falibles, otros infalibles; algunos son inmediatos y otros mediatos; unos teóricos y otros prácticos… Todos ellos fueron modos distintos de saber desde la antigüedad clásica, deseados para satisfacer unas u otras necesidades de los humanos, pues necesitamos saber para vivir, para cubrir las necesidades básicas, y también satisfacer los placeres de la vida.

El ser humano, pues, está hecho para conocer, es una necesidad vital. Un signo de esta tendencia –como ya afirmara Aristóteles– es el uso y amor a los sentidos, cuya tendencia nos posibilita el conocimiento de diversas maneras según sus capacidades.

Los sentidos son, el principio del conocimiento, pues de distinta forma y manera, nos ofrecen la posibilidad del conocimiento sensible y del conocimiento intelectual. Los sentidos versan sobre lo particular y el intelecto sobre lo universal. La repetida sentencia que afirma:Nihil est in intellectu quod prior non fuerit in sensu (No hay nada en el intelecto que no estuviese previamente en los sentidos) manifiesta la variedad de las sensaciones que percibimos a través de la vista, oído, olfato, gusto y tacto.

La sensación (aísthesis), pues, desde la antigüedad, fue considerada la base y el fundamento del saber mediante la cual se abre el proceso cognoscitivo hasta límites insospechados. Este proceso sensitivo y perceptivo se perfecciona por la memoria (mnéme), gracias a la cual surge la experiencia (empeiría), pues sólo cuando se tienen recuerdos de una cosa se configura la experiencia.A partir de la experiencia, o conocimiento de las cosas singulares, se alcanzará el saber técnico (téchne) –o conocimiento teórico y universal que puede aplicarse a las cosas particulares– y el saber científico (epistéme) o del ser, un conocimiento universal de lo necesario por sus causas, pues sabe más quien sabe no sólo que algo es, sino también el por qué y las causas de lo que es.Yo puedo vivir el universo por mis sentidos, pero lo vivo muchos más por mi intelecto.

Sentir el universo no es lo mismo que pensarlo: pensarlo es poder preguntarse por otros mundos posibles, por lo que es e incluso por lo que no es, pero puede ser.

 La sabiduría, pues, en sus múltiples modalidades, es una necesidad vital y una curiosidad, una aprehensión de la realidad por medio de la cual ésta queda fijada en el sujeto. Homo naturaliter curiosus.Y así, mientras la vida animal o vegetal vive su nutrición, su crecimiento, su relación o reproducción, etc. sin saberlo, en los humanos saber y vivir se complican, de tal modo y con tal fuerza, que conocer y saber es el modo más humano e intenso de vivir.

Vivir conociendo es vivir mucho más. Es vivir reduplicativamente lo que se es, e incluso vivir lo que no se es. Saber es así un modo más intenso de vivir, una perfección vital (…). Se vive la rosa que no se es al olerla, se vive el mar que no se es al sentirlo frío y salado.Al conocer la naturaleza se vive la naturaleza.

 Por los sentidos, el hombre vive el universo (Arregui – Choza, 1992, p. 145). Con toda razón J. Delors, en su famoso libro La educación encierra un tesoro, (1977, cap.4º) sostiene que los cuatro pilares de la educación son:Aprender a conocer, es decir, adquirir los instrumentos de la comprensión; aprender a hacer, para poder influir sobre el propio entorno; aprender a vivir juntos, para participar y cooperar con los demás en todas las actividades humanas; y aprender a ser o formación de la personalidad propia, un proceso fundamental que recoge los elementos de los tres anteriores. Gracias al conocimiento y al progreso del saber la humanidad goza del bienestar, de la cultura, de la ciencia, de la educación…

El «sabor del saber» y el saber académico actual (II)

25 febrero 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

egervill@ugr.es

[1] Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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Situación actual: ¿un saber sin sabor?

Los medios de comunicación social frecuentemente nos dan a conocer múltiples informaciones sobre la situación actual y evolución de nuestro sistema educativo: fracaso escolar, violencias, motivación de los estudiantes, esfuerzo, salidas profesionales, etc. En tales informaciones podemos encontrar tantos aspectos positivos como negativos. La pregunta que nos formulamos, ante tan variadas informaciones, se centra en clarificar el «sabor del saber» en nuestras instituciones académicas.

 

Quienes nos dedicamos a la enseñanza fácilmente constatamos el deseo, de no pocos alumnos, de alcanzar las máximas calificaciones con el mínimos esfuerzo sin importar demasiado el nivel de conocimientos adquiridos. Para muchos alumnos, sobre todo universitarios, los apuntes, y a veces fotocopiados, son la única fuente de información ante el examen o evaluación[1]2. Internet colabora a fomentar tal situación con ciertas páginas como el «Rincón del vago», «La salvación», etc. ¿Cuántos alumnos asistirían a nuestras clases si, desde el inicio les garantizamos el aprobado o, más aún, el sobresaliente? Algunas experiencias que hemos conocido en este sentido no han podido ser más desilusionantes. El saber parece haber perdido su buen sabor, y tal divorcio genera problemas de disciplina en las aulas, apatía, desinterés, y hasta violencias…, conducentes, en no pocos casos, a un malestar docente y discente manifestado en frecuentes bajas laborales del profesorado (múltiples de ellas debido a enfermedades mentales), fracasos escolares, controles, exámenes, ejercicios, etc.

 

Los siguientes datos son suficientemente ilustrativos de cuanto venimos diciendo. En el mes de diciembre del pasado año 2003, la Ministra de educación daba a conocer la situación escolar no universitaria de nuestro país con relación a la Unión Europea. El titular del ABC, como síntesis de los datos ofrecidos, afirmaba: Educación reconoce los «sangrantes» niveles de fracaso escolar entre los alumnos españoles.

 

España es, desde hace una década, el segundo país de la Unión Europea con mayor tasa de fracaso escolar: desde el año 1994 ha aumentado un 6%. El abandono de la Educación Secundaria Obligatoria alcanza en estos momentos el 29%. Máxime cuando el número de alumnos escolarizados ha disminuido en más de un millón en la última década, pasando de 8 millones en 1994 a poco más de 6 millones y medio en 2003.Así, seguimos siendo el país de la Unión Europea con mayor tasa de abandono, tan sólo superado por Portugal con un alarmante 45%.Por otra parte, los estudios evidencian que existe una repercusión del entorno socioeconómico de los alumnos.

 

Según estudios del Instituto Nacional de Estadística mientras cerca de 40% de los extremeños, andaluces y manchegos abandonan el sistema educativo al cumplir los 16 años, sólo lo hacen el 10% de los vascos, navarros o madrileños. El escaso interés, el aburrimiento y la falta de compresión de los docentes parecen ser las principales causas del fracaso escolar según los jóvenes españoles que abandonas los estudios (www.abc.es, 2003).

 

El último Informe de la OCDE del año 2003 ofrece datos similares en este mismo sentido: de los 27 países evaluados, lo estudiantes españoles ocupan el puesto 18 en compresión lectora, el 19 en cultura científica y el 21 en cultura matemática. Como ha reconocido el propio Gobierno, los valores de rendimiento de nuestros estudiantes se sitúan en el cuarto inferior de los países considerados; lo que significa que son mediocres (Zapatero, 2003).

 

Estudios del mes de mayo del año 2004, realizados por el PP y CCOO manifiestan los crecientes conflictos en las aulas, así como el aumento de bajas laborales por amenazas o agresiones del profesorado. En el año 2003 aumentaron la violencia en las aulas un 5% en relación con el año anterior, según el informe del PP. Un profesor de un instituto de secundaria vive una media de 44 situaciones conflictivas al mes: el 60% son enfrentamientos, el 30% insultos, el 9% amenazas y el 0,5% agresiones, según CCOO (Villalba, 2004, p. 16).

 

En este mismo sentido, los datos de la encuesta de UNICEF (1999) realizada durante los años 1999-2000 en 15 países de América Latina y en la Península Ibérica entre niños y niñas de edad comprendida entre 9 y 18 años, indican que en España un 40% de los niños y adolescentes declaran tener dificultades en la escuela y –lo que es más grave aún– sólo el 10% manifiestan ir al colegio «porque le gusta».

 

En el nivel universitario, las cifras son igualmente preocupantes. Así, bajo el título: Universidad y fracaso escolar, el diario El Mundo (2003) nos ofrecía los siguientes datos: alrededor del 25% de los jóvenes de 18 años en la Unión Europea no continúa sus estudios. En el caso de España, la tasa de abandono es similar: el 26%.Aquí, como en el resto de Europa, la mayoría de los abandonos –el 60– se producen en el primer curso. Las cifras ponen de relieve la gravedad del problema: para los jóvenes, por lo que supone de fracaso personal; para las familias, que ven frustradas sus expectativas, y para la sociedad, que debe reflexionar sobre la suficiencia y eficiencia de los recursos

dedicados.

 

Expertos cualificados, afirmaba el citado diario, han examinado las causas de estos índices tan grandes de fracaso, argumentado como razones más destacadas: el aburrimiento derivado de unas metodologías educativas poco o nada atractivas; la irrelevancia de algunos programas para el desempeño de una profesión; las expectativas poco realistas respecto a lo que la Universidad puede ofrecer; las dificultades de transición de la enseñanza media a la superior, o la incompatibilidad entre el alumno y la propia institución. Pero sobre todo la preparación de un buen número de estudiantes que acceden a la Universidad.

 

El Informe del Plan Nacional de la Calidad de las Universidades (PNECU), tras el análisis de 939 titulaciones, el 64% del total, entre otros datos, indicaba que el 28% de los alumnos abandona los estudios universitarios, y el 74% de los jóvenes que se gradúan tardan más de lo previsto en los planes de estudio (El País, 2003).

 

Especialmente ilustrativos son los datos obtenidos en la Facultad de Ciencias de la Educación de la Universidad de Granada. El Grupo de Investigación «Valores Emergentes y Educación Social» de la Junta de Andalucía inició en el año 2000 un trabajo de investigación conducente al conocimiento de los valores de los futuros educadores[2]. Tras aplicar un mismo test de valores, durante tres cursos académicos consecutivos (2000-2003), a los alumnos de Magisterio de todas las especialidades, así como a los estudiantes del primer ciclo de Pedagogía, se obtuvo la siguiente jerarquía de valores[3]:1º afectivos (puntuación: 40,46); 2º morales (36,61); 3º ecológicos (35,49); 4º individuales/liberadores (32,62); 5º corporales (31,51); 6º estéticos (25,65); 7º sociales (24,91); 8º Instrumentales/económicos (21,25); 9º intelectuales (19,65) y 10º religiosos (9,82).

 

La jerarquía de valores precedente manifiesta la fuerza del valor afectivo (1º) entre los futuros educadores, así como la debilidad del valor intelectual (9º).De modo más concreto es importante, en el tema que nos ocupa, analizar la fuerza de cada uno de los vocablos que han dado como resultado este penúltimo lugar del valor intelectual en la jerarquía total de valores[4]. Esta infravaloración hace difícil el aprendizaje, pues como ya afirmó Confucio: «No enseñar a un hombre que está dispuesto a aprender es desaprovechar un hombre. Enseñar a quien no está dispuesto a aprender es malgastar las palabras» (Mello, 1998, p.55).

 

CUADRO I. Valores Intelectuales

 

Año 1º

Año 2º

Año 3º

Saber

1,59

1,59

1,54

Enseñar

1,53

1,60

1,58

Inteligencia

1,49

1,43

1,36

Conocimiento

1,31

1,43

1,32

Aprender

1,31

1,44

1,47

Pensar

1,16

1,30

1,31

Leer

1,13

1,36

1,29

Memoria

1,08

1,16

1,14

Reflexionar

1,08

1,25

1,23

Libro

1,01

1,23

1,21

Investigación

    0,96

1,08

0,91

Deducir

0,92

1,10

1,01

Universidad

0,88

1,00

0,89

Alumno

0,79

0,96

0,99

Ordenador

0,79

0,92

0,90

Facultad

0,72

0,82

0,76

Ciencia

0,52

0,70

0,62

Biblioteca

0,44

0,72

0,60

Tema

0,38

0,62

0,53

Profesor

0,37

0,58

0,66

Asignatura

0,35

0,56

0,47

Apuntes

0,16

0,39

0,34

Estudiar

0,03

0,43

0,35

Conferencia

-0,01

0,24

0,17

Evaluación

-0,44

-0,25

-0,19

 

Es importante resaltar en el Cuadro precedente, la máxima valoración –y en los tres años consecutivos– de los vocablos relacionados con el saber general: saber, enseñar, inteligencia, conocimiento, aprender, pensar, leer…, así como la mínima valoración de las palabras cuando éstas hacen referencia al saber institucionalizado: biblioteca, profesor, tema, asignatura, apuntes, etc. Rechazo, incluso, de dos actividades reiterativas en nuestras Universidades: conferencia y evaluación.

 

Los universitarios –según estos datos– desean saber , pero no desean saber ,o bien lo desean mínimamente, la sabiduría oficial impartida en las Universidades, esto es, lo que el Ministerio y las Universidades dicen que es necesario aprender. Las causas de ello son múltiples e interrelacionadas: unas institucionales, otras ambientales y otras personales. Baste recordar los numerus clausus, la masificación de las aulas, la escasa preparación pedagógica del profesorado; la falta de motivación de los alumnos; la mínima valoración del esfuerzo; el ambiente social, impulsor más del aparentar que del ser; las dificultades en las salidas profesionales, y un largo etc. que merece la pena investigar.

 

Otras investigaciones realizadas, en el ámbito nacional, con ciertas matizaciones, confirman estos mismos datos: la infravaloración de los conocimientos institucionales, y de los representantes del saber académico. Los jóvenes no encuentran en las instituciones educativas orientaciones para dar solución a sus problemas fundamentales e inquietudes vitales, datos bastantes graves desde la visión educativa.

 

Así en reciente estudio, Jóvenes 2000 y Religión, publicado el mismo año 2004, (Fundación Santa María, p. 25) entre jóvenes cuyas edades comprendían entre los 13 y 24 años, confirma que el saber relacionado estrechamente con los problemas de la vida no se encuentra en los colegios:

 

CUADRO II

¿Con quién compartes las inquietudes sobre los grandes problemas de la vida?

Con los amigos                                                                                                                                                         70

Con los padres                                                                                                                                                     36             

Con la pareja                                                                                                                                                         29

Con nadie                                                                                                                                                              15

Con algún sacerdote o religioso                                                                                                                                  4

Con algún profesor                                                                                                                                                 2

La misma Fundación Santa María en Jóvenes españoles 99 confirma los mismos datos bajo la pregunta «¿Dónde se dicen las cosas más importantes en cuanto a ideas e interpretaciones del mundo?» Las respuestas en porcentajes desde el año 1989 fueron las siguientes:

 

CUADRO III

                                             1989                  1994                         1999                           1999-1989

En casa, con la familia

23

50

53

+30%

Entre los amigos

31

35

47

+16%

En los medios de comunicación

34

30

34

=

En los libros

28

20

22

-6%

En los centros de enseñanza (profesores)

14

21

19

+5%

En la Iglesia (sacerdotes, parroquia, obispos)

16

4

3

-13%

En los partidos políticos

16

4

-14%

Otros

4

1

1

-3%

En ningún sitio

8

2

3

-5%

Ns/Nc.

4

0,4

-4%

N =

4.548

2.028

3.858

 

 

Los jóvenes, no obstante, desean un alto nivel cultural, una buena preparación profesional, así como tener éxito en el trabajo. Así lo manifiestan los datos del Ministerio de Trabajo y Asuntos sociales Jóvenes y estilos de vida (Comas, 2003, p. 187), ante la pregunta: Importancia que tienen estas cuestiones en tu vida:

 

CUADRO IV

                                                                                                               Medida

Tener buenas relaciones familiares                                                                                                              8,76

Vivir como a cada uno le guste sin pensar en el qué dirán                                                                       8,26

Tener muchos amigos y conocidos                                                                                                             8,23

Tener éxito en el trabajo                                                                                                                                8,17

Tener una vida sexual satisfactoria                                                                                                               8,10

Obtener buen nivel de capacitación cultural y profesional                                                                      7,97

Llevar una vida moral digna                                                                                                                           6,97

Respetar la autoridad                                                                                                                                      6,52

Hacer cosas para mejorar mi barrio o comunidad                                                                                       5,71

Interesarse por temas políticos                                                                                                                      3,76

Preocuparse por cuestiones religiosas o espirituales                                                                                 3,16

 

Los datos precedentes ponen de manifiesto que la sabiduría impartida en nuestros centros docentes ha perdido sabor e interés para muchos al no dar respuesta a los problemas fundamentales de la vida de los alumnos. La filo-sofía ha perdido la fuerza del filo (amante) y se ha quedado sólo en la pasividad de la sofía (sabiduría).Hoy, para buena parte de los estudiantes, el saber institucional, al perder su sabor, se ha convertido en un alimento desabrido, que es necesario comer, no por el placer y el sabor del mismo, sino por razones ajenas y externas al mismo. Situación más parecido al enfermo que toma la desagradable medicina, necesaria para sanar, que al placer que ocasiona una sabrosa comida o bebida.

 

Ello, en modo alguno, indica la apatía o desinterés por la sabiduría en general, sino el pasotismo o minusvaloración del saber impartido en nuestras instituciones, por cuanto el ansia o deseo de saber es algo connatural a todo ser humano, como ya afirmara Aristóteles cuatro siglos antes de a. C.


[1] A finales de julio del presente año 2004,una emisora de radio, hacia una entrevista a un profesor universitario. Entre las varias anécdotas que éste narraba, una me llamó especialmente la atención, por cuanto ya reflexionaba yo sobre este tema: Un estudiante americano, al despedirse tras concluir su estancia en España, el profesor le preguntó sobre algunas diferencias entre los estudiantes universitarios españoles y americanos, el alumno respondió que le había llamado mucho atención ver que aquí los estudiantes no llevan libros.

[2] Para una mayor información sobre esta investigación,Vid. Gervilla, 2002, pp.7-25. Recordamos al respecto que el número de alumnos (N) del primer año fue de 945, del segundo de 666, y del tercero de 602.

[3] El intervalo de puntuación oscila entre menos y más 50. La puntuación corresponde al primer año, permaneciendo similar en los dos cursos sucesivos.

[4] Intervalo para cada palabra: -2 y +2.

El «sabor del saber» y el saber académico actual (I)

24 febrero 2014

Enrique Gervilla Castillo

Facultad de Ciencias de la Educación

egervill@ugr.es

[1] Publicado en: Revista de Educación, 340. Mayo-agosto 2006, pp. 1039-1063.

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Resumen

«Todos los hombres desean por naturaleza el saber». Con estas palabras inició Aristóteles su Metafísica afirmando la intrínseca tendencia de todo ser humano hacia la sabiduría, pues el hambre o deseo de saber fue y es una necesidad de los humanos para dominar más y mejor la naturaleza, asegurar su supervivencia, organizar la sociedad y ser más él mismo. Hoy, 25 siglos después, nos preguntamos si tal afirmación es una realidad vigente en nuestros colegios y universidades. La situación actual, a tenor de las investigaciones consultadas manifiesta que para muchos alumnos el saber académico ha perdido su sabor, al no dar respuesta adecuada a sus necesidades y aspiraciones. En consecuencia, pues, para el aprendizaje, hemos de servirnos de múltiples controles e imposiciones.Ante tal situación, los educadores hemos de ofrecer posibilidades de recuperar la pasión por la sabiduría.

Introducción

«Todos los hombres desean por naturaleza el saber. Así lo indica el amor a los sentidos». Con estas palabras, cuatro siglos antes de A. C.,Aristóteles inició su Metafísica (980, a, p. 21) manifestando, la tendencia innata e intrínseca de todo ser humano hacia la sabiduría. Los espacios y momentos de la adquisición del saber fueron y son múltiples. En las siguientes páginas nos referimos a la  enseñanza-aprendizaje que hoy se imparte en nuestras instituciones educativas. Nos preguntamos si el saber o la sabiduría[1] que ofrecen nuestras escuelas y universidades es un saber que corresponde a esta tendencia intrínseca de la naturaleza humana y, en consecuencia, es un saber sabroso, apetecido y hasta apasionado; o por el contrario, es una sabiduría insípida y, en consecuencia, impositiva.

 Tomando como punto de partida esta afirmación aristotélica y observando la situación actual, el contenido del presente artículo se centra en las siguientes cuestiones e interrogantes:

Si el saber académico actual es un saber deseado, por dar respuesta adecuada a los temas vitales de la persona en su ser y en su hacer; o por el contrario, es un saber en buena parte estéril, insípido e impositivo. Para ello acudiremos a los datos que nos ofrecen algunas investigaciones sobre el tema

  • Si el ser humano siempre ha deseado con agrado la sabiduría como  elemento intrínseco y fundamental de su vida. Para ello, nos remontaremos al significado etimológico de «sabiduría» y a la concepción del saber en la antigüedad.
  • Si es posible, en las actuales circunstancias, recuperar el amor a la sabiduría, el buen sabor del saber. En síntesis: lo que es, lo que fue, y lo que puede ser la sabiduría en la construcción humana.


[1] Los términos conocer y saber se usan en español indistintamente con mucha frecuencia. En ocasiones, sin embargo, uno y otro se diferencian.  Así el conocimiento directo e inmediato es expresado mediante conocer, y el conocimiento indirecto y mediato suele expresarse mediante saber (Ferrater, 1994, p. 656).