Contraseña escuela

Un juego posible de preguntas y respuestas para encontrar una manera de estar juntos en el aula.

Por María Beatriz Jouve / Docente y escritora

Maximiliano Lobo tiene trece años. Su papá murió cuando tenía un año y su mamá lo abandonó para la misma fecha. Vive con sus hermanos, mayores que él en un humilde barrio. Repitió dos veces el 5º año. Pasó ya por cuatro escuelas de nuestra ciudad. Los motivos de los cambios se deben a sus «problemas de conducta». Es que entre las escuelas se pone en juego un pacto implícito: «Ahora te toca a vos, yo ya lo aguanté dos años».

Así va Maximiliano de escuela en escuela. Este año le tocó a la mía.

PUBLICIDAD

Cuando lo conocí, vi en él la marca de su nombre. Frente a algunas situaciones, aparecía en Maximiliano el lobo que lo nombraba. Se ponía rígido, su mirada se perdía, cerraba sus puños, se balanceaba, tiraba sus carpetas, no hablaba ni escuchaba.

¿Qué hacer con un niño lobo en la escuela? Sus maestras ponían la mejor de las voluntades, pero había días que la situación se desbordaba y era muy difícil sostenerlo dentro del aula.

Entrevistamos a su hermana, quien se hacía cargo como podía, desde sus veinticuatro años, de la extrema vulnerabilidad del hermano.

Un psicólogo podía ayudar. Le dijimos que pidiera un turno en el dispensario.

Ayer participó en el acto recitando perfectamente el fragmento que le dio la maestra para que estudiara de memoria. Su voz salió clara y sin errores por el micrófono que esta vez sí andaba. Estaba impecable y su buzo no era amarillo estridente sino azul marino. Se vistió para la ocasión.

Pero en el recreo se volvió a nublar su mirada. Frente al conflicto otra vez apareció el lobo.

Viendo que su gesto se perdía, le pedí que saliera de la fila y que viniera conmigo a vicedirección. No fue fácil pero finalmente accedió.

Cuando los libros no nos alcanzan, cuando los papeles se nos queman, cuando no sabemos cómo, aparecen otras respuestas a las urgencias cotidianas.

Como el lobo no puede hablar, se me ocurrió empezar un juego de preguntas y respuestas a través de papelitos que iban y venían de mis manos a sus manos.

Poco a poco fuimos perfeccionando este juego al que transformamos en chat.

Este fue mi chateo por cuaderno con Maximiliano:

¿Qué te pasa que estás tan triste?

…..

¿Estás conectado a la red?

….

Escribí tu contraseña.

….

Inventá una y yo después invento otra para mí.

No sé.

¿Tu contraseña es no sé?

No.

¿Y cuál es?

«Escuela».

Buenísima contraseña. La mía es «Maestra».

Ah bueno.

Maestra quiere comunicarse con escuela para saber qué le pasa.

Y bueno.

¿Qué te pasa escuela que estás tan enojado y triste?

No sé.

¿Te retaron y te enojaste?

No.

¿O será que extrañás a Beatriz?

No.

¿Te peleaste con un chico?

No.

¿Es por la nota que te pusieron en el cuaderno?

Un poco sí.

Bueno, pero vos tenías que pensar antes las cosas.

Y creo.

Igual mañana será otro día y seguro vamos a estar mejor.

Y no sé.

Bueno, ahora tranquilizate y mañana seguimos charlando. Pero tratá de ponerte bien.

Y sí.

El niño lobo, náufrago de escuelas, eligió como contraseña «Escuela». Y configuró en ese preciso instante mi contraseña: «Maestra». Antes que él dijera la suya, yo trataba de inventar rápidamente una sin acertar. Ante la elección de Maximiliano, no me quedaron dudas acerca de cuál debería ser la mía.

A partir de allí, poco a poco los nudos se fueron desanudando y empezaron a aparecer algunas palabras. Pocas, pero las necesarias, las indispensables para simbolizar lo actuado.

La contraseña es aquello que nos permite identificarnos para pasar al otro lado. El pasaporte. ¿Será que el pasaporte elegido es escuela porque es el lugar donde se deviene niño alumno? ¿Y donde hay una maestra que pide y que nombra? ¿Que le reclama que estudie, que escriba, que haga cuentas, que resuelva problemas?

Yo no sé como seguirá la historia de Maximiliano. Seguramente acontecerán otros naufragios. Y vendrán los lobos a visitarlo. Pero encontramos juntos una contraseña. Y de eso podemos aferrarnos.

Nos despedimos con un beso fuerte. Y le agradecí. Le agradecí profundamente por dejarme creer que la educación es posible, por hacerme encontrar un lugar en esta escuela. Y es que yo también naufrago, y busco y no encuentro, y me estallan los sentidos y me punzan las ideas, y se me atan nudos que después desato con palabras. Y se me pierde la contraseña y necesito de los otros para volverla a encontrar.

Publicado en el libro «¿Se nace o se hace? Crónicas de una maestra» (Editorial Ciudad Gótica). El título original del texto es Maximiliano Lobo.

Deja un comentario